Se trata más bien de expresar que de reclamar, en una historia que tiene mucho de lo último. Una historia de la que fuimos partícipes y de la que ya desgraciadamente poco nos queda en nuestra cabeza embarullada. Hablo de un viaje a los campamentos de refugiados saharauis.
Allí, en Argelia, en pleno desierto, un muro y la zona de mayor densidad de minas anti persona del mundo separan a 200 mil saharauis de sus casas. Esperan una respuesta del mundo occidental, sin que nada parecido se avecine. En esta situación perviven desde hace más de treinta años, en uno de los lugares más hostiles del planeta, la hamada.
Cuando un grupo de universitarios, allá por abril de 2008, llegamos a los campamentos, observamos una sociedad tremendamente abierta y con una moral que a muchos occidentales nos resultó envidiable. En un lugar en el que no había vida y ahora apenas la hay, se instalaron para un momento, para unos días, hasta que la gran conciencia occidental tantas veces idolatrada se percatase de la tremenda injusticia que se cernía sobre ellos. Un momento, que todavía dura, que sigue siendo momento, mientras las administraciones aprueban, refutan y echan atrás resoluciones, planes de paz y demás abstractos términos.
Treinta y un años en los que, sin embargo, ellos, los saharauis, se mantienen pacientes, expectantes. Sus ideas son claras: recuperar sus tierras usurpadas. Pero lo realmente admirable, es que sus ánimos no decaen, son capaces de evitar el pesimismo, la desesperación, la desesperanza, incluso consiguen esquivar aquellos que son traidores, la añoranza, lo bucólico.
Y todo esto, reitero, viviendo en la nada, donde cualquier actividad humana, por primaria que sea, como la agricultura, ganadería o caza resultan imposibles. Sin embargo, cuando llegamos, aquellos hombres y mujeres del olvido, de la nada por fuera y de tanto por dentro, nos acogieron en sus casas y nos ofrecieron todo lo que tenían. El camello, para ellos un plato muy especial, lo comíamos todos los días. Nos dejaron dormir en los mejores lugares, nos prepararon actividades, fiestas, nos dispusieron toda el agua que necesitábamos, bien muy preciado allí.
Es este el corazón saharaui, humilde y tremendamente hospitalario con los que van, según decían, a conocer su situación. Me gustaría que esto sirviese como reconocimiento a los saharauis, capaces de darlo todo, incluso a aquellos que tienen una deuda histórica con su pueblo, como era nuestro caso.
Pero me gustaría que ese reconocimiento no se quedase ahí, en maldita caridad o siquiera admiración, espero que sean narrados en las historietas políticas, que sean objetivo, ya de una vez por todas, de las ambiciones de nuestros gobiernos. Ojalá mañana podamos volver a ver sus caras, gozar de su alegría y de su fuerza, pero el viaje que tenga como destino el Smara, el Aaiun, el Tifariti de verdad, estas ciudades que un día les obligaron a cambiar por polvo y sequedad. Que mañana nos vuelvan a acoger como lo hicieron, pero que esta vez sí sean sus hogares.
Ojalá esto ocurriese para que este pueblo sea envidiado por todos, porque ninguno supo luchar contra la injusticia propia sin derramar odio ni rencor. Un pueblo que con el poderío y la fuerza de la justicia puesta en la palabra, habrá sido capaz de derrotar a uno de los ejércitos más poderosos del planeta. Caso idílico que puede convertirse en real si nosotros, ciudadanos de primera, reaccionamos del letargo.
Victor Usón García
1 comentario:
Sorprende que gente que tenga tan poco pueda llegar a dar tanto, materialmente e interiormente. Ojala en el mundo occidental aprendiéramos de esas cosas en vez de creernos tan superiores.
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